Música para educar


Artículo escrito por María Jesús Leza y publicado en el número tres de la revista Txikiplan de Bilbao, el pasado viernes 3 de Febrero de 2012


La primera memoria que conservo sobre música, la llamada música culta, fue en una circunstancia un tanto especial. Recuerdo una tarde lluviosa de invierno metida en la cama, convaleciente de una faringitis o de un fuerte resfriado, no estoy segura. Sin embargo, recuerdo muy bien que tenía un libro entre las manos; “Las mil y una noches”, adaptada para niños, y sobre la mesilla un aparato de radio sintonizado a una emisora local, Radio San Sebastián. Estaba leyendo el cuento “El viaje de Simbad” cuando de pronto aquel viejo aparato comenzó a emitir una música, dulce, exótica, embriagadora, una música acompañada de un coro femenino cadencioso, y algo triste. Al escucharla sentí un cosquilleo en el estómago a la vez que me ponía la carne de gallina y un nudo en la garganta, a pesar de mi tierna edad, pues no debía tener más de ocho años.
En ese momento entró mi madre en la habitación con un zumo de limón. ¡Mamá, mamá, qué música tan bonita! ¿Qué es?, -le pregunté con la voz entrecortada por la emoción-. Son las “Danzas polovtsianas del príncipe Igor”. Pero, ¿qué te pasa hija? No sé lo que me pasa, mamá. Me gusta mucho esa música pero al mismo tiempo me da ganas de llorar, es algo muy raro - le contesté entre hipos.
De modo que Borodin fue el culpable, el primero que tocó mi fibra sensible. Dicen que los sucesos o acontecimientos que te marcan en la niñez y adolescencia influyen durante toda tu vida, y debe de ser verdad, porque desde entonces he sido, y sigo siendo, una loca apasionada de la música rusa y de los compositores rusos: Mussorgski, Rimsky-Korsakov, Borodin, Tchaikovsky, Stravinsky, Prokofiev...
Durante mi infancia y preadolescencia la radio jugó un papel fundamental en mi formación musical. Radio San Sebastián, aparte de los seriales y la música ligera, dedicaba mucho tiempo a la música clásica, sobre todo a la ópera y a la escrita para ballet.
A principios de los sesenta ya existían los tocadiscos o pic-up, pero solamente los tenían las clases acomodadas; en mi casa sólo había un gramófono heredado de mi abuelo y al que mi hermano y yo lo teníamos medio destrozado de tanto darle a la manivela, hasta que se fastidió del todo. Conseguí tener un tocadiscos años más tarde, cuando cumplí los dieciséis. Aquel regalo, tan deseado, venía acompañado de dos vinilos long- play: la “Séptima sinfonía” de Beethoven, y fragmentos de “La traviatta”, de Giuseppe Verdi.

El año en que descubrí a Borodin, allá por la primavera, mis padres, aficionados a la música, me llevaron a un concierto por primera vez, y por eso, por ser el primer concierto, lo tengo también muy presente en mi memoria. Recuerdo que fue un domingo por la mañana en el teatro Victoria Eugenia. Tocaba la orquesta del Conservatorio, bajo la batuta del maestro Usandizaga, y casualmente el programa no podía ser más ruso: el “Concierto para violín y orquesta”, de Tchaikovsky y “Cuadros de una exposición”, de Modest Mussorgski.  Parecía que lo habían confeccionado para mí. Ni que decir tiene que salí del teatro entusiasmada y montada en una especie de nube.

Hoy en día se organizan muchos conciertos en familia dirigidos a la infancia y juventud. Eso está muy bien, pero en mi modesta opinión, son de lo más light. Suelen escoger fragmentos de obras muy conocidas y pequeñas piezas de repertorio; casi nunca se atreven a programar conciertos y sinfonías completas, temiendo que los chicos se aburran. Creo que están equivocados. Estoy acostumbrada a ver a niños muy pequeños en conciertos acompañados de sus padres, escuchando, siguiendo la música con gran atención. Mi consejo a los padres y profesores es que no tengan miedo de llevar a sus hijos y alumnos a los conciertos sinfónicos y de música de cámara, e introducirles lo antes posible en el maravilloso mundo de la música clásica.
Ahora bien, es conveniente, más bien necesario, iniciarles en el hogar y en las aulas de música de las escuelas. Hoy en día contamos con buenos equipos de compact-disc para acostumbrar a los niños a escuchar a los grandes compositores, y existen multitud de obras adecuadas para inicialos en la música culta y estimular su imaginación dentro de la propia casa. Obras completamente didácticas, como “Guía de orquesta para jóvenes” de Britten, o “Pedro y el lobo”, de Prokofiev. Resulta también sumamente interesante la música programática relacionada con la literatura y el teatro, cómo por ejemplo “El sueño de una noche de verano”, de Mendelssohn, y la “ Sinfonía Fantástica”, de Berlioz.  Por otra parte no deja de ser curioso que las obras más famosas escritas para ballet estén inspiradas en cuentos infantiles. Tchaikovski es el caso más patente, ya que se inspiró en un cuento de Perrault para su ballet “La bella durmiente”, en un relato de Hoffmann  para el ballet “El cascanueces”, y en una antigua leyenda rusa para “El lago de los cisnes”; siguiendo el mismo modelo, su compatriota Igor Stravinski, escribió los ballets “El pájaro de fuego” y “Petrushka” a partir de dos cuentos populares rusos. También Rimski-Korsakov tomó el personaje de “Las mil y una noches” para componer su colorista y sensual suite“ Scheherazade”, y no hay que olvidar “Mi madre la oca”, de Maurice Ravel, que no es ni más ni menos, que un conjunto de cuentos de Perrault. La lista sería interminable. Todas estas obras contienen argumentos fantásticos y de gran atractivo que se pueden contar e ir explicando los distintos pasajes a los niños mientras las escuchan.
Insisto, hay que dejar las dudas y temores a un lado y llevar a los niños a los conciertos desde pequeños. Yo lo he hecho con mi hijo Jorge, y hoy en día es un joven con una vasta cultura musical y amante de la buena música. Confieso que me siento orgullosa de ello.